Por: Iván Ramírez Suárez / @jiramirezsuarez
Los habitantes de América, llamados desde la época de La Conquista como indios, fueron sometidos por españoles y portugueses por la fuerza de las armas y el adoctrinamiento católico.
Con el tiempo y tras la llegada de los esclavos del continente africano, se integró en Colombia y varios países del continente, una nación caracterizada por el sincretismo racial y cultural de tres razas originarias (blancos, negros e indios) que al poco tiempo terminó en seis, al sumarse los zambos, mestizos y mulatos.
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Constituida Colombia como una colonia más del imperio español, la sociedad jerarquizada y estructurada como una nobleza, con una rigurosa jerarquía y discriminación, tuvo a los indígenas como unos “vasallos del rey, sometidos a una tutela minuciosa y tratados como menores de edad, que necesitaban defensa y protección por parte de sacerdotes y defensores de indios”. (Historia de Colombia, J. O. Melo, 2017).
Poco después surgirían los resguardos, como un protectorado a la fuerza de trabajo suministrada por los indígenas, que según lo relata Melo en su obra, lo producido por estos en sus parcelas agrícolas, era suficiente para alimentar a toda la población que ya se acercaba a cuatro millones de habitantes. Mientras tanto, el resto de tierra plana y producto de la colonización, era entregada a españoles y criollos descendientes de ellos, que la destinaron a la ganadería extensiva y otras formas de producción tecnificada, produciéndose una primera etapa de acumulación de la propiedad.
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Tras la independencia, el panorama poco cambió, y como República, se sintió un verdadero remezón jurídico con el advenimiento de la Constitución de 1991, que reconoció la jurisdicción indígena, la etnoeducación, la participación de los resguardos en el presupuesto nacional para ser manejado por los resguardos y la representación política directa en el Congreso, entre otros derechos.
Aunque se creyó que con estos beneficios constitucionales la situación social y económica de los indígenas cambiaría, esto no ha ocurrido. Por el contrario, la discriminación social se siente con mayor fuerza.
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El manejo autónomo de recursos asignados por la nación a los resguardos, ha acrecentado la división de las comunidades y la representación política en el Senado y la Cámara ha añadido el ingrediente politiquero a las disputas internas por el poder.
Pero, el mayor problema que ha tenido la población indígena en Colombia, que en la actualidad se considera en poco más de un millón 100 mil habitantes, es que no ha podido desprenderse del cordón umbilical que los liga al Estado, y que los sigue tratando como una población menor de edad, a la que hay que subsidiar y mantener indefinidamente, convirtiendo su diario vivir en una permanente lucha por el cumplimiento de los beneficios logrados.
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Las constantes movilizaciones y mingas, ante el incumplimiento de los acuerdos con el Estado, se mantendrán, mientras un Gobierno serio y responsable entienda que el mayor beneficio para estas comunidades es integrarlos a la vida productiva nacional, proporcionándoles los medios para que se conviertan en empresarios de sus propias vidas.
Solo así, se pagará la deuda histórica con ellos y ellos dejarán de estar poniendo la totuma.
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