Álvaro Guevara, ingeniero de RCN Radio Bucaramanga, visitando la casa de Beethoven en Alemania
Álvaro Guevara, ingeniero de RCN Radio Bucaramanga, visitando la casa de Beethoven en Alemania
Suministradas
24 Feb 2025 08:14 PM

Ingeniero colombiano cumplió el sueño de ir a la casa de Beethoven en Alemania y escribió un cuento inspirado en ello

Juan David
Quijano Castillo
El ingeniero presta sus servicios para RCN Radio Bucaramanga.

El ingeniero santandereano Álvaro Guevara, oriundo de Sabana de Torres, quien además se desempeña como ingeniero en RCN Radio Bucaramanga, fue invitado al programa La Tertulia para hablar acerca de su pasión y admiración por el reconocido artista de música clásica Ludwig Van Beethoven.

El ingeniero relató su historia con el que considera como el más de la música de toda la historia, partiendo de su niñez, hasta llegar a la actualidad, en donde además explotó su pasión por la escritura, la poesía y redactó un cuento que fue merecedor del premio de un concurso interno de empleados de RCN Radio a nivel nacional, el cuento es inspirado en sus vivencias y experiencias, partiendo también de lo que le generó visitar en dos ocasiones la casa de su gran ídolo Beethoven, en Bonn, Alemania.

El cuento era corto e inicialmente se llamó Sonata a Croisa, pero posteriormente se le realizaron algunas modificaciones, con más detalles que permiten entender mejor el relato y pasó a llamarse solamente Croisa.

A continuación, el cuento completo, autoría de Álvaro Guevara.

Croisa

Dedicatorial cultural

A Ludwig van Beethoven, el grancompositor. Sus geniales obras musicales son fuenteinagotable de alegría, de nostalgia y de inspiración. Doy fe de ello.

Dedicatoria fratenal

A don Fernando Ardila Plata en sus 40 años como gerente de RCN Bucaramanga. La radio le debe mucho, yo también.

...

En su viaje de retorno, la fiel y sufrida yegua padeció el orden impecable de las piedras del Camino Real. Desde el amanecer, como todos los jueves, cabalgó con su amo al mercado del viejo pueblo, a la capital provincial que está situada en la mediana lejanía de una legua de camino. Pero ahora, en el ocaso del día, estaba regresando cargada, asustadiza y solitaria. Arribaba a su morada, a esa decadente estancia que alguna vez brilló con luz propia y que llamaban El Tabacal.

Tras una larga expedición, Rafael también llegó ese día, más temprano, cuando apenas empezaba a humear el fogón que atesoraba una precaria mazamorra. Dejaba atrás seis meses de duras y fecundas jornadas como consagrado cascarillero, particular oficio que lo mantuvo inmerso en las abundantes tierras baldías que están dispuestas en dirección del poniente, cruzando el gran río Sarabita, en esos bosques inmediatos que se tupen con el milagroso y preciado árbol de la quina. Volvió a su casa para visitar a su hermana Concepción y quizá para empezar de nuevo.

El auge de la naciente bonanza quinera trajo consigo el milagro económico para un puñado de valerosos y ambiciosos jornaleros que, como él, anhelaba la riqueza expedita sin considerar los riesgos ni los sacrificios. Rafael, consciente de ello, aceptó irse a ese mundo desconocido y peligroso. Resuelto a todo, juró trepar hasta el más encumbrado árbol. Le arrancaría con su hachuela la más furtiva de sus cortezas para demostrarles a todos, y a sí mismo, que era un hombre capaz, con aspiraciones importantes, y que no era un don nadie.

Estar de nuevo en casa representó la consumación de ese propósito. El cumplimiento a cabalidad de su promesa fue una magna satisfacción que le condujo a la evocación de tantas aventuras vividas. 

Entre los más caros recuerdos de esas duras jornadas estaban los sinuosos y escabrosos senderos que sin piedad pusieron a prueba su fortaleza y su valentía. Desandarlos fue un desafío mayor, un bienaventurado suplicio, que supo enfrentar y resistir mientras traía a cuestas y a lomo de mula la pesada y valiosa carga recolectada, la selecta cascarilla por la que obtuvo mucho más de lo que esperaba.

Su distinguido y connotado comprador lo sorprendió con el pago. El cargamento, que superó todas sus rigurosas pruebas y revisiones, poseía una característica excepcional que lo hacía único. Por primera vez, en su bodega exportadora se contaba con una carga de cortezas cúpreas de primerísima calidad, excelentemente tratadas y secadas. Esta era la variedad de quina más apetecida y mejor pagada en el mercado europeo por sus excelsas propiedades curativas. Rafael no lo sabía y en consecuencia pudo haber recibido un precio inferior, con la tarifa normal de la quina blanda, pero la honestidad de aquel egregio comerciante convergió hacia la justa retribución al trabajo bien ejecutado.

Precisamente, el notable aumento en el importe dejó a su alforja rebosante de monedas y unas cuantas morrocotas, más que las de otros colegas. Su abultada bolsa atesoraba un capital nada despreciable para marcar un antes y un después en su joven vida.

Pese a que existía un motivo poderoso para sentirse afortunado, el dinero no pudo contener el fragor de una naciente lucha interna que debió afrontar bajo la sombra de las apariencias; una contienda con el desánimo que bien supo disimular. Pasó la puerta de El Tabacal con una cruz a cuestas, sin embargo, Concepción no lo pudo percibir. No parecía ser la víctima de un corazón renuente o de una desilusión. Tan solo parecía ser un cansado y extenuado mancebo con una vigorosa alforja.

Horas más tarde, en medio de intensas cavilaciones solitarias y de las penumbras que dejaba la luna llena en una noche callada, fue él quien con el espíritu recompuesto se percató de la presencia del noble animal al lado del caney, allí donde se secaban y curaban las hojas de tabaco, muchas de ellas malogradas y pasadas de tiempo, según su previa y fugaz inspección.

  — ¡Concepción! ¡Venga! ¡Estoy en el caney! 

Ante la no comparecencia de su convidada, Rafael insistió en su llamado expresando un mensaje más vehemente y apropiado.

  — ¡Venga rápido! Croisa llegó sola… sin Domiciano.

Esas palabras, como flechas bien perfiladas, dieron en el blanco. Sin demora la atraparon y también la fastidiaron. Enojada y con pasos decididos se trasladó al sitio para constatar su corazonada. En su recuerdo estaba esa última vez en la que él le prometió no volverlo a hacer.

   — ¡Ah! ¡Este miserable está de nuevo en sus andanzas!

Era claro para ella. No podía significar otra cosa. En alguna chichería del pueblo estaba gastándose los pocos cuartillos que le había dado para el mercado y por eso envió a la yegua sola.

   — ¡Borracho infeliz!

Con rudeza, tomó a la bestia del cabestro acercándola a la luz tenue de una vela agonizante que había aparejado Rafael. Pero su rabia e indignación se diluyeron tan pronto como empezó a ver tantas provisiones juntas: panela, pescado seco, harina de cebada, de trigo y de maíz, sal, condimentos, unas grandes hojas de col, unos deliciosos alfandoques y, como nunca antes, un generoso y colorido ramo de flor de mayo.

   — ¡No lo puedo creer! ¡Domiciano de verdad me ama! 

Esta última frase brotó desde lo más profundo de su alma y fue como bálsamo para aliviarla de la aflicción que venía padeciendo por los desplantes e irrespetos que él le había estado dando durante todos esos días. Su mal comportamiento, sus arrebatos y su mal genio iban de la mano con el desapego que tenía con la finca y con ella. Afortunadamente, estaba fingiendo. Sus peores sospechas ya no tenían fundamento.

— ¡Ja! Yo tan malpensada y él tan inocente...

Rafael, mientras contemplaba esa extrañapero gozosa escena, le concedió a su entrecejo delinear una vacilanteaprobación. La felicidad de su única hermana en serio le importaba, mas por su cabeza rondaba una seria objeción.

Para ella, la que un día consintió fijarse en las galanterías de aquel hombre y para él, quien un par de cosechas atrás se había ganado la confianza de sus padres por su sabio proceder en todas las lides del cultivo del tabaco, tenía amonestaciones inaplazables. Sin duda, en la preparación de la semilla y del terreno, en el secado y en el curado de las hojas, Domicia no resultó ser el más entendido de la región, pero...

   —Si ellos estuvieran vivos, ustedes estarían casados hermanita…

La justificación de tan inquietante aseveración surgió como algo indiscutible que él pretendió resaltar y poner en lo más alto. 

   —Recuerde que el evangelio prohíbe el mancillamiento y yo sé que nuestros viejos no lo hubieran permitido.

Su ruborizado rostro quedó atrapado enseguida en un silencio reflexivo, inquisidor y casi eterno. Ese contundente reproche la situó en un escenario de obligadas transformaciones, conformes con la moral de la Santa Iglesia. De eso se convenció, plena de orgullo, mientras olía con deleite sus flores y acariciaba delicadamente la crin de la yegua de Domiciano.

   —Siempre me he preguntado una cosa, Rafita. ¿Por qué se llama Croisa? ¡Qué nombre tan raro para una yegua!

Era necesario cambiar de tema. Concepción, justo a tiempo, encontró un discreto atajo para escapar de posibles nuevos reparos y desaprobaciones.

  —Eso es culpa de su casi marido y del patrón alemán— le contestó con tono burlón.

A pesar de que el patrón alemán ya era un personaje conocido para ella, muy poco sabía de él. Apenas su nombre: Frederick Stünkel o simplemente, don Fred. Se trataba del probo joven teutón aventurero, aventajado comerciante de la quina y el tabaco, que había llegado procedente de su natal Bonn a las tierras del estado soberano de Santander por invitación del insigne varón Geo von Lengerke.

Maravillado, Rafael quedó engarzado en una narración imprevista, producto de la astucia de Concepción quien empezó a enterarse cómo había conocido él a su patrón, poco más de un año atrás, cuando este hacía una excursión casual frente a El Tabacal, justamente esa mañana en la que Domiciano adiestraba con un melodioso y particular doble silbido a su recién comprada y mocetona yegua. Ese corto trino le ordenaba a la bestia dirigirse hacia el caney de la finca sin importar en qué lugar estuviera. 

— ¡Mujer! Estábamos aquí mirando a la yegua cuando don Fred nos llegó de sorpresa en su caballo… ¡desde allá!

Un singular manoteo que acompañó su discurso matizó, como si fuera un pincel, los trazos del recorrido de esa incursión que aún no acababa de describir.

   —Yo me asusté cuando empezó a decirle a Domiciano que silbara de nuevo…

   —Y eso, ¿por qué?, hermanito.

    —Es que con esa voz de mandamás que tiene, cualquiera se asusta, ¡ja, ja, ja!

La emoción de su relato puso de manifiesto algo insospechado: la asombrosa sumisión del siempre aguerrido Domiciano quien presuroso acató la orden sin resistirla. Y es que allí esa forastera e imponente figura rubia de punzantes ojos azules conspiró junto con su recio y marcado acento germánico para intimidarlo sin compasión. Como resultado, sus silbos se repitieron una y otra vez dejando al ambiente inundado con la minúscula melodía y a la dócil yegua, en el caney, contrariada y desconcertada, aunque a él satisfecho y plenamente convencido tras confirmar su pálpito con el último silbido que le permite entonar a Domiciano.

—Amigos, ¡no hay duda! Esas son las dos primeras notas de la sonata a Croisa.

Un año después, Concepción quedó tan confundida como ellos lo estuvieron aquel día.

— ¡Esa sonata es hermosa pero terrible! ¡Créanme!

La narración mostraba a don Frederick como un delirante diciendo disparates. Eso creía Concepción, no obstante, Rafael le confesó que esas palabras, aparentemente absurdas, lo cautivaron tanto que quedaron guardadas en su memoria sin saber cómo, en especial la tercera frase que supuso para él una rara sentencia premonitoria que coincidentemente ese día pudo comprender a plenitud.

—El piano y el violín se aman y también se traicionan.

Concepción no quiso oír más. Si bien nada pudo entenderle, la respuesta a su pregunta ya no le interesaba. Ahora, le preocupaba conocer la suerte de su futuro esposo. Le angustiaba imaginar que alguna desgracia hubiera caído sobre él en el camino.

— ¡Vaya a buscar a Domiciano! ¡Haga algo, hermano!

De repente, el entorno quedó sumido en un silencio incoherente, de desespero y de tranquilidad, que se prolongó más de lo normal.

Sí. Rafael sabía que aún tenía algo por hacer. ¿Por qué esperar más? Sabía que debía culminar la historia. Aún había mucho por contar y no poco por decir.

Contarle que cuando llegó a la capital, al pueblo de sus cuitas, para venderle la cascarilla al señor Stünkel, él mismo lo enteró de todo porque quiso tener un gesto solidario por el aprecio que le profesaba.

Decirle que Croisa se equivocó de caney, que confundió el camino. Debía ir al caney de Las Honduras, al otro lado de la montaña, y no al caney de El Tabacal. 

Decirle que esas flores no eran para ella, las provisiones tampoco.

Contarle que el miserable del Domiciano enamoró a Rosario, la bella y renuente socorrana que lo engañó cuando le juró espera incondicional durante seis meses. 

Decirle que, aunque tenía roto y lastimado el corazón, ya su alma y su alforja estaban llenas de razones para quedarse a su lado y así, juntos, en honor a sus padres, salvara El Tabacal de la ruina en ciernes.

Y, finalmente, para contestar su pregunta, contarle que la infortunada yegua se llamaba Croisa porque don Frederick así se lo pidió ese día a Domiciano al calor de varias totumadas de chicha de la tienda de don Zeferino.

Rafael, absorto aún en su pensamiento, decidió sacar del bolsillo de su alforja un papel enrollado y marchito que el patrón le había regalado en la mañana. Estaba un poco rugoso y con claros signos de vejez, pero aún legible y con unos grandes títulos en el centro:

BEETHOVEN

SONATA A KREUTZER

Opus 47, en La Menor

— ¡Vea, hermana! El patrón me está enseñando a leer…

Sólo bastó con mirarla brevemente. Suscentelleantes ojos le dictaminaron su actuar.

— ¡Sí señora! Mejor me voy con Croisa a buscar a Domiciano.

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Fuente
Alerta Santanderes