Ibagué
Juan Sebastián Cañón
13 Mayo 2020 09:12 PM

Crónica del patrullero: Ser vendedor ambulante en la cuarentena

Juan Sebastián
Cañón
Don Carlos es uno como muchos, vendedores que salieron a las calles a rebuscarse unos pesos para no morir de hambre.

Algunos días después de que algunos sectores económicos pudieron salir  a trabajar, me he topado con algunos vendedores ambulantes en la carrera 3, vendedores como don Carlos, un señor de unos 67 años, canoso, de un gran sentido del humor y de un intelecto magnífico que le permite seguirme las conversaciones sobre política, economía, sociedad y cultura general. Don Carlos tiene uno de esos carritos repletos de cigarrillos y chicles, con la firme intención de levantarse unos pesos, y así evitar que su cuerpo, su mente y su familia pasen necesidades. La triste realidad de muchos en Colombia, o morir de hambre en casa, o morir de Covid en las calles.

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Don Carlos está siempre en alerta absoluta. El esfuerzo de empujar un carrito de mercado destartalado, cargado con varios kilos de mercancía, más el parasol, más los plásticos que van a cubrir sus productos de la lluvia,  más el hecho de tener que hacerlo por las desoladas calles del centro de Ibagué, me puso el corazón a mil. Me encontré a Don Carlos en su lugar de siempre, en toda la esquina del edificio del Banco Agrario, en la 15 con 3,  con su carrito misterioso, sus piernas cruzadas mientras se sentaba en el butaquito que siempre lo acompaña. "¿Lo de siempre monito?", me pregunta todos los días. A mí me gusta responderle con jocosidad a su pregunta diaria, porque a pesar de que siempre compro lo mismo, él me pregunta con la esperanza de que algún día cambie mi tinto y mi cigarrillo. 

"Obviamente el lugar que uno escoja debe tener un flujo considerable de gente, sin estar demasiado cerca a la entrada de algún banco o almacén de cadena, ni mucho menos al frente de una cigarrería o del puesto de un colega chacero" me respondió cuando le pregunté sobre la ciencia exacta que usa para escoger el lugar donde posar el carrito, ya que nadie aprecia ese tipo de canibalismo mercantil. De todas formas, la acera está llena de pequeños rectángulos de espacio público que están ahí, esperando a ser usufructuados por ti o por el siguiente vendedor. 

Apenas eran las 10:00 a.m. y, sentado junto a don Carlos en su chaza, la avenida más agitada de Ibagué pasaba frente a nosotros, la quince es una batalla campal entre vehículos y peatones, además está inundada de vendedores de ropa, de dulces, de llamadas, de raquetas eléctricas, o bueno, al menos así era, ahora en la cuarentena solo se ve vendedores de tapabocas y guantes.  Los días en que recién empezó la cuarentena fueron los más fuertes, no había nadie en las calles de la ciudad, ni las almas en pena de los miles de delitos que se comenten en las calles estaban. Un vendedor ambulante no podía salir, y si salia, solo podía venderle a los postes, a los árboles y uno que otro indigente que caminaba como zombie en medio de las calles de la moribunda musical. 

Tras dos horas completas sentado junto al carrito, Don Carlos solo había vendido un tinto, 2 cigarrillos, 1 chicle y una llamada a celular. Total: Un poco más de tres mil pesos. No alcanza ni para pagar la pieza donde vive, ni para comprar el almuerzo, ni mucho menos para cenar. Hoy tocó pasar el día con mil de pan y medio litro de leche.

Antes de la cuarentena, Don Carlos vendía alrededor de 30 o 40 mil pesos diarios, hoy viene a trabajar todos los días, pero se lleva solo 10 mil en los días buenos, algunos otros se ha ido con dos mil pesos, o incluso, un par de veces se fue sin nada. Don Carlos es solo un ejemplo de muchos que pasan en la ciudad, donde el abandono del estado se hizo notar en estos tres meses de cuarentena, donde los condenaron a vivir en sus casas, lejos de sus ingresos diarios, que al menos les servía para comer bien, porque ni las ayudas de unos supuestos mercados llegaron. La desesperación llevó a don Carlos a romper la cuarentena y salir a las calles a empujar su carrito.

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Me despido como todas las mañanas, lo miro fijamente y le digo que fue un placer como siempre verlo. Don Carlos me sonríe, me dice "Mijo, todo esto es suyo, cuando quiera coja lo que necesite", yo le doy las gracias, nos despedimos de codo y cada quien continua su camino, hasta el día siguiente, en que salga de trabajar y pueda sentarme de nuevo a tomar tinto y charlar en las butacas, en la esquina, al lado de Don Carlos.