En el 2017 viajé a Girardot para pedirle a Carlos “El Gordo” Benjumea, que nos honrara con su presencia en la Ciudad Musical, para el homenaje Vida de Palabras, por su amplia trayectoria artística. De todas sus historias, me llamó mucho la atención que siempre terminaba en problemas por culipronto. Desde chiquito se metía donde nadie lo llamaba.
Con una amplia sonrisa me contó: “Soy el presidente de Asocolcupri: la AsociaciónColombiana de Culiprontos. Pude haber nacido en Medellín o en Cali, pero los culiprontos nacemos donde nos da la gana y por eso me viene a nacer a Bogotá, una fría mañana de 1944,en el barrio La María”.
Desde pequeño fue muy bromista; por eso todos los colegios de Bogotá se peleaban por él, no para matricularlo, sino para que no se inscribiera; fue tan así que, a los 14 años, ya había pasado por más de ocho instituciones educativas y lo habían suspendido más de siete veces. A carcajadas explicaba: “Es que tengo el carácter de mi padre. Si a mi papá no le gustaba algo, lo iba solucionando de una vez. Fíjese que no le gustó el nombre de mi mamá, y muy campante, se lo mandó a cambiar. Por eso mi madre no se llama Maximina, sino Amelia, afortunadamente”.
Sonreía confesando que en la adolescencia era terrible. Se metió a la prefectura de su colegio a robarse los exámenes, jugaba al rin rin corre corre y cantaba en las madrugadas desesperando a los vecinos, y no fue muy constante en sus estudios; Se escapaba de clase para ver los espectáculos de lucha libre que se organizaban en el barrio Las Cruces y se metía al desaparecido Teatro Cuba, para ver las funciones de cine doble. Con mirada picaresca reveló que, junto al teatro, había una librería donde la esposa del dueño tenía la curiosa costumbre de acostarse con la clientela a cambio de un libro. Un día leyó el letrero “Hoy se reciben álgebras de Baldor” y me dijo, con mucha seriedad, que le empezó a gustar el álgebra: “Es que en aquella época no era fácil conseguir libros y creí que era mi deber ciudadano contribuir activamente con la difusión del conocimiento…bueno, la verdad, yo lo llamaba la cucocultura”. A esta altura de la conversación, uno ya no sabe qué anécdotas son reales, o cuáles mezcla con ficción, ironía e irreverencia.
Hizo tres veces la Primera Comunión, no por inmensa piedad, sino por pura picardía y por culipronto. La primera vez, para complacer a doña Amelia, su mamá. La segunda vez, se metió a las catatumbas del Colegio Salesiano de León XIII para jugar al escondite y cuando lo pillaron, afirmó que estaba orando porque deseaba estar en comunión con Dios. El rector lo incluyó en los chicos piadosos que cumplirían con dicha ceremonia ese año. Cuando estuvo en el ejército, para escaparse de los ejercicios matutinos se inventaba largas disertaciones con el Capitán Capellán. Fueron tantos los diálogos sobre el pecado original, el misterio de la Santísima Trinidad, lo irracional de la transubstanciación, que no tuvo más remedio que hacer la Primera Comunión por tercera vez.
En todas sus historias la risa es el común denominador. Estudió actuación contra la voluntad de su papá que no deseaba tener artistas en la familia. El día del estreno de su primera obra; “A dónde vas, Alfonso XII”, en el Teatro Colón, cuando salió a escena, se quedó pálido al ver a su padre sentado en la primera fila, limpiando los lentes para tratar de descifrar si el que estaba en el escenario, era su hijo. Una vez los ingenieros y técnicos de la televisión, organizaron la primera huelga de la televisión colombiana. Como Benjumea era el presidente honorario de Asocolcupri, decidió que había que apoyar la huelga, y entonces se sumaron los actores. Poco a poco, se fueron rindiendo los aprendices de sindicalistas, pero él no. Su activismo consumado y su culiprontismo le valieron la expulsión y el veto de Inravisión. Se fue a hacer grandes comedias con el Teatro Nacional y fundó la Casa del Gordo, el primer Café Concierto del país. Hizo cine. Aún recuerdo de chico haberlo visto en el cinema Julio Cesar, protagonizando El Inmigrante Latino y El Taxista Millonario.
En sus últimos años lo acosaba una grave falla renal. Por ser el gordo más querido de la televisión colombiana, lo pusieron en la lista de espera para un trasplante de riñón. El día que fue citado para revisar la compatibilidad de los órganos, en la sala de espera vio un adolescente que tenía la piel amarilla, quien le contó que había nacido con los riñones defectuosos y toda su vida había estado pegado a una máquina de diálisis. Como él era culipronto, pensó que no era justo que un chico, con 16 años tuviera que esperar un trasplante, mientras que él, con 74 años, recibiría un riñón casi nuevo. Firmó los papeles, hizo las respectivas autorizaciones, y cedió su lugar para el trasplante.
Así era El Gordo Benjumea, un enorme cuerpo para que le cupiera su inmenso corazón. Solo risas, ocurrencias disparatadas, cuentos traídos de los cabellos. Nos deja sus películas, sus novelas, sus obras de teatro y comedia, y una familia de artistas consumados. No sé si su alma se fue al cielo, al purgatorio, al infierno, al Valhalla, o vaga por los viejos teatros, o si decidió convertirse en una de las miles reencarnaciones del Buda, o si sus átomos se diluyen en el cosmos, pero sé que era un culipronto y los culiprontos van donde les dagana.