Por: Senador Miguel Angel Barreto
No podemos seguir perdiendo la sensibilidad como sociedad. Las cifras de suicidios en Ibagué y el Tolima, en general, requieren un mayor nivel de conciencia ciudadana para combatir este flagelo social. A mediados de marzo de este año ya se registraban más de 20 casos de personas que decidieron apagar su vida en el Tolima, de los cuales 13 hechos fatídicos ocurrieron en Ibagué.
Las cifras son impresionantes y señalan un creciente desprecio por la vida, sobre todo en personas que se encuentran entre la etapa más fértil y productiva, es decir desde la adolescencia hasta los 40 años. Los casos documentados entre 2007 y 2018 dicen que en el Tolima se suicidaron 1.121 personas, siendo Ibagué el de mayor concentración con 392, seguido de Espinal (51) y Chaparral (39). En otras palabras, la estadística señala que en promedio se registran 93 muertes de este tipo por año, ocho por mes y dos por semana.
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Por cada muerte consumada, hay 20 intentos de suicidio, de hecho, en 2018 la tasa llegó a 70.6 por cada 100 mil habitantes en el Departamento, en Ibagué fue de 78 por cada 100 mil habitantes. La intoxicación, las armas corto punzantes y el ahorcamiento son los mecanismos más utilizados.
Las víctimas están actuando por problemas puntuales como falta de afecto, autoestima, motivos escolares, pobreza, desempleo, injusticia social, problemas económicos y jurídicos, por rechazo social y/o grupal, y líos amorosos. Sin duda, lo más complejo es detectar la patología, que ya está aceptada por la OMS, como un problema de salud pública de toda la sociedad y además estipuló que la prevención de este mal es un imperativo global. En el mundo se contabilizan 800 mil suicidios por año.
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Sin embargo, la realidad es compleja, pocas veces familiares y amigos de la víctima aciertan a identificar los comportamientos que conducen a acabar con la propia existencia, por lo que el ámbito científico y la sociedad se encuentran frente a un dilema que plantea un desorden mental que no es detectable a primera vista y por el contrario es sorpresivo y significativamente trágico.
Tal coyuntura requiere la intervención de todos los actores sociales, pero especialmente que los valores familiares recuperen su centralidad en el hogar y la sociedad. Hay que inculcar a nuestros hijos un profundo amor por la vida y el servicio a los demás y al conjunto de la sociedad.
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Sin duda, importantes instituciones como los ministerios de Salud y Educación, gobernaciones, alcaldías, iglesias, Bienestar Familiar, Policía, Ejército, los profesionales de la psicología y la psiquiatría, así como los colegios, además de campañas, tendrían que apuntar a crear la Cátedra por la Vida, que recupere los principios y valores humanos. Y que incluya otros ítems como la lucha contra la violencia a niños, niñas y mujeres.
Liberados de los prejuicios, aceptemos que nuestra sociedad sufre una especial descomposición afectiva y un creciente desprecio por la vida. No obstante, los recursos destinados a lidiar las enfermedades mentales son escasos desde el sector público y las EPS en Colombia tampoco abordan el tema con propiedad, porque seguramente les sale muy costoso y porque no hay directrices precisas del Gobierno nacional.
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La vida no puede perder su valor y la discusión debe estar abierta. Como sociedad estamos en mora de establecer una política pública, que tenga unos protocolos de prevención y atención que identifiquen y atiendan las personas cuyas afecciones emocionales o trastornos mentales los conducen a su propia destrucción.
Este artículo obedece a la opinión del columnista / Reproducción autorizada por el autor