¿Cómo Sobrevivir a la guerrilla a los 5 años?
¿Cómo se siente el último abrazo?, ¿La última palabra?, ¿El último suspiro?, la muerte se siente tan cerca, que aún después de 18 años puedo sentirla respirar muy cerca de mi cuello. Y siento frío, mucho frío cuando recuerdo el sonido de los fusiles disparando hacia mi casa; no morí ese día, pero estoy seguro de que una parte de ese niño de 5 años falleció aquella noche. La violencia es un común denominador en un país como Colombia, donde nos atracan el alma y las ganas de vivir en cada esquina; aun así, no dejo de creer que vale la pena tener esperanza en la vaga idea de que algún día, este mugroso país, va a cambiar. Pero luego recuerdo que la paz nos ha dividido más de lo que guerra lo hizo, me pongo a divagar en la idea de que la gente pareciese no conocer el perdón, e incluso he llegado a pensar que las personas están enfermamente enamoradas del odio, y es que la historia de las tierras del sagrado corazón, está llena de episodios blasfemos, de rencor, apatía y crueldad, y con toda la injusticia que hay detrás de los secuestros, de los muertos, de los desplazados, a este país, parece que le duele más perder un partido de futbol, que perder a los suyos.
Apartado 1
Los cuentos no son como me los enseñaste abuelo
¿Abuelo recuerdas como inician los cuentos que me contabas cuando niño?, ¿recuerdas que iniciaban dentro de un reino mágico?, me contabas que eran liderados por una realeza, que generalmente se adentraban en una historia de amor donde el príncipe se enamoraba de una mujer, a quien conoció en extrañas circunstancias, que pareciesen ser lo esperado de lo inesperado, como si por azares del destino, (O de ti que tenías que crear una historia para mí), dicha mujer estuviera consignada a encontrarse con el príncipe. Pero antes de estar juntos para siempre, pasaban una y mil batallas de las cuales, nunca, ninguno de los dos, salía perdedor, como una alegoría a la ley básica de los cuentos: Los protagonistas jamás pierden ni mueren. Recuerdo abuelo que al final, ambos terminan casándose en una ceremonia magistral, llena de alegría, de criaturas mágicas y una eterna felicidad primaveral. Historia cliché abuelo. Historia repetida. Historia insípida. Que me cuenten otros cuentos, que ni al amor le creo ya. Abuelo, he muerto dos veces en mi vida: Una, cuando la guerra me tomó en sus brazos y no me arrulló, solo me lanzó contra la infamia del mundo, y me cacheteó con la realidad de haber nacido en un país con problemas de guerrilla, de corrupción y de abandono total del estado. Abuelo morí ese día y sobreviví, pero años más tarde, como aquel príncipe, conocí el amor, por primera vez, entregué mi corazón, cuerpo y alma a una mujer que parecía ser lo esperado de lo inesperado, y al final, nada terminó como tus cuentos, el amor me soltó al precipicio de la locura, y morí por segunda vez. Aún no estoy seguro abuelo, si sobreviví, o estoy en el purgatorio.
Y en ese orden de ideas, si hay dos cosas de las historias de los cuentos mágicos que no se puede ajustar a Colombia es: Una, un reino mágico, la violencia acabó con el encantamiento de los bosques y el campo, ya no se puede merodear entre las montañas, porque el monstruo de los fusiles nos puede arrebatar la vida, o condenarnos a un destino peor que la muerte: El ser convertido en un hombre semimuerto, que deambula entre ejércitos sanguinarios. No quiero eso abuelo, no quiero que el monstruo nos lleve, ni a ti, ni a mí. ¿Sabes qué otra cosa no se ajusta a los cuentos? Tus historias de amor abuelo, o al menos yo, dejé de creer que el amor es el antídoto a todos los males, al contrario, es el veneno que corroe entrañas, la ilusión que jamás llega, el beso que más cicatrizado deja el alma. En el 2001 la guerra me quitó la ingenuidad a los 5 años, y en el 2019, el amor me arrebató la esperanza a los 23.
Abuelo, ¿Recuerdas que Playa Rica no era precisamente un castillo rodeado de magia y hermosas llanuras?, más bien era más parecido a los típicos pueblos tolimenses: Pequeño, lleno de campesinos maravillosos que trabajan codo a codo con la tierra para sobrevivir, con un calor infernal que no solo derrite al pavimento, sino también las ideas de la cabeza que se caen como plastilina burbujeante. Quizá lo más parecido que tenía con los reinos de los cuentos, es la lejanía de su ubicación y el pésimo estado de la carretera. Toma alrededor de unas 6 horas llegar desde la capital musical (Eso, si la calzada está en “buen estado”), la vía se comienza a portar mal después del municipio de Rovira, donde la carretera se convierte en una trocha que rompe las montañas polvorientas y el bus comienza una danza guerrera en la que se tambalea de un lado al otro, donde a la izquierda tiene el abismo que da al fondo con las torrenciales aguas del Río Cucuana, y a la derecha está a menos de 20 centímetros de la peña de la montaña que está tapizada por millones de ramas y hojas que se turnan para darle una “Chóquela” al bus. En la carretera solo cabe un carro a la vez, entonces podrán imaginarse que cuando dos se topan, uno debe arrimarse más a la peña y el otro arrinconarse al abismo para así cederse el paso el uno con el otro. A unas dos horas de trayecto, hay un gran derrumbe que lleva años sin ser reparado, en los días de calor se puede pasar sin problema, la tierra está compacta, la carretera se puede ver y los carros pasan sin dificultad, pero en época de lluvia tempestiva la tierra se comienza a mover, la carretera desaparece en medio del lodo y la única forma de pasar es a través de un trasbordo, donde el bus que sale de Ibagué deja a los viajeros antes del derrumbe, luego la gente debe bajarse, tomar sus maletas, las cajas, los bultos de frutas y verduras, los animalitos de finca que trasladen o cualquier otra cosa que uno lleve de viaje; deben ponérselo al hombro y atravesar a píe el lodazal, corriendo el peligro de que la montaña se desmorone en cualquier momento, para luego tomar otro bus que está al otro lado del derrumbe, que lleva a todos al destino, eso sí, llenos de barro hasta la coronilla.
Y así es la gran mayoría de los kilómetros de esa pulverulenta y abandonada vía, abuelo, recuerdas que cuando se quiere portar bien nos deja llegar al pueblo sin problemas, pero cuando entra en su época de rebeldía, hace enfurecer al Cucuana que se lleva partes de la carretera y obliga a hacer dos o tres trasbordos, a cruzar por el río, a meternos al lodo y vivir con el constante miedo de que en cualquier paso en falso en medio de tanto vaivén, el bus se termine por ir al precipicio.
El tiempo pasa dentro del bus, y nos vamos acostumbrando a vivir bajo la asfixia de los dos colosos que rodean al bus, dos gigantes verdes que nos acompañan por todo el viaje, las febriles montañas que custodian al viajero como guardianes de las lejanas tierras de Playa Rica. Siempre he creído abuelo que hay un portal de teletransportación en el último tramo de la carretera, porque hace un tremendo giro cerrado hacia la izquierda, y de un momento a otro, lo que se ve por la ventana ya no es el río ni la peña, sino casas, casitas de pueblo hechas algunas de madera, otras en bahareque y las más nuevas en cemento, cuya fachada fue embellecida con colores producto de una intervención de la gobernación, que pareciese más un maquillaje balurdo a unos heridas de guerra que se incrustaron sin remedio a la casas. La carretera deja de ser una trocha, y se convierte en un viejo asfalto constituido por cuadros gigantes uno seguido del otro. En toda la entrada nos recibe un letrero en lata que dice “Bienvenido al corregimiento de Playarrica, inspección del municipio de San Antonio”, ¿Playarrica? ¿O Playa Rica?, el nombre correcto es el primero, las dos palabras seguidas y con doble R, pero a mí me gusta escribirlo separado porque puedo decirle de cariño “Playa”, porque su nombre tiene dos mentiras: El pueblo no tiene playa, ni tampoco es rica. Un poco más allá de la entrada del pueblo queda una cicatriz marcada en su tierra, lo que alguna vez fue la estación de servicio de gasolina hoy es un manchón de escombros que dejó la quebrada que pasa, luego de que una avalancha se llevara todo a su paso una década atrás. A veces creo que el pueblo está maldito, tuvo que pasar por tres tomas guerrilleras, y luego, cuando se estaba reconstruyendo de la guerra, una avalancha le cercenó una parte de él, dejándolo con heridas de las cuales, hoy, no se recupera. Como si un pueblo oscuro de Alan Poe se estuviera realizando en vida, donde la miseria y el dolor cubren el lugar como un cuervo que día a día carcome los ojos de sus habitantes. Disculpa abuelo, creo que exageré.
Playa no es más grande que un barrio pequeño de Ibagué. Tiene dos vías a las cuales se les conoce popularmente como la calle de encima y la calle de abajo. Lo sé, no se esforzaron mucho en ponerle nombre a las calles. Abuelo me gusta la calle de encima, porque es la vía principal que recorre el pueblo desde la entrada, para luego pasar por el centro, donde está ubicado todo el comercio: Panaderías, cafeterías, tiendas y hoteles. La vía pasa luego por “Pueblo Nuevo” una especie de semi barrio que ocupa la otra mitad del pueblo, y que desemboca en el Colegio Pablo VI; lugar donde tú, abuelo, eras el rector. De ahí en adelante, la vía conduce a Roncesvalles Tolima.
La calle de abajo es más corta, recuerdas que viene desde la escuelita del pueblo, luego cruza por la cancha principal que hoy es un polideportivo, que tiene al lado la plaza de mercado y diagonal está la iglesia San Pedro Claver reconocida por su alta torre de campanas y por ser el sitio principal de oración del lugar. Debajo de la iglesia el camino desemboca en dos opciones: Un camino a las frías aguas del Río Cucuana, o un camino hacia el cementerio, ubicado en lo alto de una montaña donde se puede observar los colosos de las montañas, el caudal del río y el pueblo. La vía de abajo se termina en una unión con la vía de encima, en un punto donde está ubicado un parque infantil con unas letras en concreto que forman la frase “I Love Playarrica”, como si de una curita en el corazón herido por la devastación, se tratase.
Unos metros antes de juntarse la vía de abajo con la de encima, hay un enorme fósil que yace abandonado a su suerte, sin intervención del estado, olvidado como uno de esos malos recuerdos que uno quisiera enterrar en las tumbas del exilio y jamás dejarlo salir. Las ruinas de lo que alguna vez fue un poderoso cuartel de la policía, hoy no es más que un monumento a la contusión que puede dejar un cilindro bomba. Las marcas de la guerra aún son reconocibles en las fachadas de algunas casas, donde las balas de los fusiles de la guerrilla quedaron incrustadas y los casquillos de la punto 12 del avión fantasma del ejército les hace compañía. Los recuerdos se parecen bastante a las balas, alojadas en lo más profundo del alma, haciendo metástasis como un cáncer que nos corroe, pero que no nos mata, pero tampoco nos deja vivir.
Apartado 2
¿Papá, nos vamos a morir?
Playa Rica Tolima, 16 de junio del 2001, 5:00 PM
Un carro rojo, con pedales de hierro en su interior, un volante negro que alojaba unas pilas que daban energía a unos pequeños bombillos amarillos que simulaban ser las luces de un carro de juguete, que servía como diversión a un pequeño niño rubio de ojos azules cuya edad no pasaba los cinco años. El sol se estaba escondiendo tras las montañas verdes que rodeaban el río Cucuana, mientras una gran cantidad de personas se reunían en la cancha principal, los gritos avivaban una clásica tarde de sábado, llena de fútbol, entusiasmo y goles. José Vicente Cañón, o como le decían en el pueblo “Nené”, o como lo conocían en la casa “Jota”, estaba jugando en la posición de delantero en unos de los equipos que disputaban el glorioso premio de una bolsa de pan y un litro de gaseosa. El partido avanzaba 2-1, siendo el equipo de Jota el que iba perdiendo, pero por azares del destino, una jugada rápida del arquero abrió paso a una pelota que se balanceó entre los pies de los jóvenes que simulaban ser Higuita, El Pibe o Falcao; el balón se elevó por el aíre y cayó con fuerza en la cabeza de uno de los amigos de Jota, quien paró rápidamente el balón en su pie derecho, y en una jugarreta vertiginosa, la tocó a su compañero que corría un poco más adelante de él, la tomo con su zapato desleído por el tiempo, pero lleno de experiencia por los millones de partidos ya jugados, y empujó con fuerza el balón hacia un pequeño espacio en la parte superior derecha del arco, el portero se dio cuenta tarde del ataque inminente y su reacción no fue la precisa para detener aquel “riflonazo” que se acercaba a la velocidad del rayo y que terminó por impactar sin piedad en la red blanca que recubría el arco. El marcador se empataba 2-2, una final digna de los más altos campeonatos mundiales, la tensión de tener la responsabilidad encima de ganar o perder se notaba en las caras sudorosas y mugrientas de aquellos muchachos que se jugaban la vida en esa cancha de cemento. Un pase abre de nuevo el juego, el arquero del equipo contrario hace un pase corto a uno de los jugadores que tenía cerca, quien inmediatamente inicia a correr hacia la mitad de la cancha, eleva la pelota en una “gambeta”, y termina en el pecho del jugador que estaba más adelante, quien la baja rápidamente y corre con la fuerza y la tenacidad de un tren a toda máquina, se libra de uno, esquiva otro, golpea el balón hacía un lado para evadir un defensa, Jota intenta correr despavorido a arrebatarle la pelota para evitar un tiro seguro al arco, pero su velocidad no fue suficiente para detener una pierna que golpeó con la fuerza del gran Teseo el balón, que se elevó poco pero su trayectoria estaba definida, era un toro corriendo con todo su peso para destruir su víctima, como un cometa se estampilló contra la red, otorgando la victoria al equipo, y dejando a Jota y sus compañeros con un sin sabor en la boca, que se mezclaba con el cansancio y la falta de aíre. El partido llegó a su fin. Nadie perdió, y nadie ganó. Al final se sentaron todos en las gradas de la cancha y la bolsa de pan y la gaseosa alcanzó para los dos equipos; que no eran más que amigos de colegio que entre risas y chanzas jugaban a ser los próximos Messi o Ronaldinho. Jota se sentó, se quitó los zapatos y las medias sudorosas para darle un respiro a sus pies, se despidió de sus espartanos, y como siempre, quedaron de jugar ocho días después para otra gaseosa con pan.
La casa donde vivía Jota quedaba al frente de la cancha, en toda una esquina al lado de un pequeño callejón al que le decían “La bajadita”, que servía como atajo entre la calle de abajo a la de encima. Su casa era como todo hogar de pueblo, construida en madera, con tejas de Zinc, un diluido color verde olivo, unos portones de madera daban acceso al primer piso, que era el único que estaba edificado en concreto, allí había unos locales comerciales, al lado estaba el patio, adornado por un gran tanque que servía de lavadero, y al fondo el único baño de la casa. Unas escaleras daban acceso al segundo piso, echo en madera, donde vivía Jota con José Vicente padre, conocido como el Profe, su esposa Flor, su sobrina Eneida, sí, como las narraciones de Virgilio, y un niño rubio de ojos claros llamado Juan. Su sobrino.
Jota entró a la casa, su padre José Vicente y su madre Flor, estaban viendo televisión mientras Juan jugaba con su carro rojo pedaleando por todo el lugar. Eneida trabajaba un par de cuadras más arriba, era la operadora de telecomunicaciones de Telecom. El sol fue bajando y la noche fue reclamando su reinado. Jota había salido de bañarse y escuchó que golpeaban la puerta, con pasos lentos se acercó al portón de madera, retiró el pasador de metal incrustado en la madera y abrió de par en par los portones de la casa; del otro lado estaba uno de sus amigos con los que había estado jugando fútbol, su mirada estaba perpleja, su rostro estaba pálido, se notaba un tremendo nerviosismo en su cuerpo. “¡La guerrilla se metió Nené!” le dijo a Jota en voz baja, “Miré están descargando los cilindros en la cancha”, Jota salió de la casa y se acercó un poco, efectivamente comprobó que sujetos con camuflados y con fusiles en su espalda, estaban bajando cilindros de unas camionetas y amontonándolos en la cancha donde hacía no más de 40 minutos, habían jugado un partido de fútbol. “Saque su familia de la casa y llévelos donde don Pablo, allá se va a reunir mucha gente. Pasen la noche allá”, le dijo el amigo a Jota. La casa de don Pablo quedaba media cuadra más arriba, era una tienda muy conocida del pueblo, que tenía unos sótanos donde las personas podían refugiarse en caso de que se disparara una toma. Jota inmediatamente subió al segundo piso donde estaba su familia, su rostro cargaba una noticia difícil de explicar, ¿Cómo decirle a sus papás que la guerrilla estaba en el pueblo?, la sabiduría y la experiencia de las madres le jugó una mala pasada, no pudo decir una sola palabra, doña flor lo vio e inmediatamente se dio cuenta que algo estaba pasando, Jota solo pudo decir: “Ma, hay que irnos, la guerrilla está en la cancha”, doña Flor se asomó a uno de los balcones de la casa pudo constatar que la guerrilla estaba allí, su reacción no fue diferente a la de Jota.
Pasaban las siete de la noche, mientras la familia discutía sobre cuál era el mejor lugar para pasar la noche, una ráfaga de tiros de metralletas provenientes desde la montaña del río Cucuana impactaron contra el pueblo. Hubo un silencio sepulcral, la experiencia decía que era inminente una toma guerrillera, y que por lo menos lo que quedaba de esa noche de sábado, y la madrugada del domingo, era posible que se librara una lucha entre dos bandos. Otros disparos salieron desde la garita, ubicada en la calle de encima dentro del centro del pueblo. La garita estaba rodeada por bultos de arena que servían como blindaje frente a las balas, y resguardaba a los, aproximadamente, seis policías que había dentro. La policía respondió fuego contra fuego, sellando así el inicio de la contienda contra el frente 21 de las FARC que, como bandoleros rabiosos, les disparaban encarnizados desde las montañas.
En la casa, todos empezaron a correr buscando refugio. El mayor miedo era que una bala impactara la vivienda, ya que al ser de madera podría fácilmente atravesar las paredes o el techo de Zinc, y terminar alojada en la cabeza de Jota, o de Vicente, o de Flor, o de Juan. Dentro de la sala había un comedor de color negro, cuya madera era bastante gruesa, no era el mejor refugio para la situación, pero era lo único a la mano, así que boca abajo se acostaron todos al amparo del comedor, en silencio, elevando súplicas al cielo para que Dios se apiade de ellos, se acuerde de que existen y no permita que ninguna bala esa noche, les ciegue la vida. Los fusiles y las metralletas se disparaban los unos a los otros, impactando en todo el pueblo; un sonido ensordecedor apareció a la lejanía, la caballería pesada había llegado para alivianarle la carga a los policías, un avión del ejército armado hasta las turbinas, un viejo zorro de guerra, ensamblado en Estados Unidos al que se conoce como un AC-47T con metralletas Gatling GAU-19 de 12,7 mm que pulverizaría un ser humano en dos disparos, se posicionó sobre los cielos incendiados, y como si se tratase de los mismísimos ángeles del apocalipsis, desencadenó el infierno en la tierra: la furia de sus metralletas no distinguían entre un guerrillero, un policía, un anciano, una madre, un hermano, un campesino, un animal. Las balas empezaron a caer sobre los techos de las casas, impactaban los postes de energía partiéndolos a la mitad, cuarteaban el cemento de la carretera, y reducían a cenizas cualquier cosa que tocaban, evocando el aliento mortuorio de los sirvientes de Satanás. Ni a la guerrilla, ni al ejército les importó que, en medio de su combativa, callera gente inocente, niños, ancianos, campesinos con años de sabiduría en cosechar las tierras, una madre amorosa, un padre trabajador, un hermano, un amigo de infancia… La crueldad de la guerra no respeta ideologías, nos asesinó a todos por igual esa noche, gente de izquierda o de derecha, de centro o apolítica, murió sin un porqué. A la guerra no le importa en qué crea usted, o con quién tiene afinidad, cuando la violencia armada se enfurece, tanto la guerrilla como el ejército terminando siendo lo mismo.
El avión fantasma duró alrededor de unos 20 minutos haciendo idas y venidas, rellanando de plomo todo lo que había a su paso. Hacia las 7:50 PM aproximadamente, el avión se retira dejando atrás una esquela de destrucción, miedo y muerte. Jota, Vicente, Flor y Juan, salen de abajo del comedor, y como alma que lleva el diablo fueron al primer piso para salir de la casa y dirigirse a donde don Pablo, pero por crueldades de la vida, como si Dios a veces dejara salir su lado macabro y jugara con nosotros como sus tristes marionetas, comenzaron los disparos de las metralletas de nuevo, pero esta vez, tomando a la familia en la calle, sin mayor protección que la fe, doña Flor comenzó a golpear fuertemente la puerta de la casa de los vecinos a quienes los conocían como “Los Colachos”, donde inmediatamente les abrieron y ofrecieron posada para pasar esa amarga noche. Hay situaciones que se quedan en la memoria de todo niño, y la que estaba a punto de ocurrir perduraría empotrada en la remembranza de Juan. Luego de entrar a la casa, ingresaron a un cuarto donde había dos camas a cada lado de la habitación, con un benjamín colgado por un cable blanco desde el techo, y que no dejaba de moverse en todas direcciones, cargándose la luz con él, dejando oscuro un lugar para luego alumbrarlo al son del movimiento del bombillo. En una de las camas se encontraba un hombre arrodillado, abrazando a sus dos hijas, una de ellas se quedó mirándolo, ajena a la situación, a la salvajada de destrucción que había fuera, a las balas que no dejaban de sonar, y con una voz baja pero contundente le preguntó en medio de su inocencia: “¿Papá, nos vamos a morir?”.
Apartado 3
¿Papel periódico en los oídos?
Playa Rica Tolima, 16 de junio del 2001, 11:00 PM
Cuando me senté a redactar, no tenía la mínima idea de cómo narrar esta parte. Cómo se reúnen las palabras suficientes para describir el ruido de las metralletas que suenan, y suenan, y suenan sin parar durante más de 14 horas. En la televisión y en el cine sería sencillo demostrarlo por medio de juegos sonoros, que permitan reconstruir el ambiente tenso de la situación; pero en las letras, es un tema mucho más complejo describir sensaciones, sonidos y hasta la misma tenacidad del momento. Una cosa es ver una película de guerra y sentir escozor por algunas escenas de derramamiento de sangre, de balaceras, de valentía tipo “Rambo”, o de adrenalina en medio de la acción, pero otra muy diferente, es estar dentro de una casa de concreto escuchando como las balas rebotan en las paredes, casi a la media noche, en un pueblo alejado de la ciudad, sintiendo la muerte por todos los alrededores, y el silencio de las personas que no pueden hacer otra cosa más que orar en sus mentes, mientras afuera se despedazan los unos a los otros. No encuentro el léxico adecuado para narrar el miedo que se siente estar debajo de una cama, en un cuarto oscuro, con cinco o seis personas al lado, y todas, rogándole a Dios que no entre una bala y parta un brazo, una pierna, un cráneo.
La noche empezaba a llegar a su punto crítico, tanto en tiempo, como en miedo. Como si los minutos abrazaran la incertidumbre, como el ciego que camina sólo a los pasos de su lazarillo. Los policías se entregaban a sus escasas municiones para responderle a los ataques furtivos de los guerrilleros, que les disparaban con fusiles, metralletas y granadas a escasos seis policías que no cargaban más que la fe, una caja de municiones para un par de fusiles tipo Galil, una que otra recarga de pistolas de dotación 9 Mm, y los recovecos dentro de los túneles subterráneos de la garita, que usaban para refugiarse de la tormenta de plomo que la guerrilla les lanzaba sin misericordia.
Un amigo de Jota golpea la puerta de la casa, Jota sale y abre, su amigo en medio del cansancio por correr entre las calles solitarias y mal heridas por las balas, le da una noticia fatal “Hermano, dígale a toda esa gente que está adentro que la guerrilla va a volar el puesto de policía. Ya están cargando los cilindros, entonces que busquen donde meterse porque de que lo vuelan, lo vuelan”. Jota enmudeció, sólo pudo decirle un gracias desganado, de esos que suelen darse en las salas de urgencias cuando un ser querido muere, y el médico de turno sale del quirófano a decirle a los familiares que el paciente pasó a mejor vida. La gente agradece en medio de la angustia y el dolor, pero mentalmente están en otro lugar. Jota sabía que la decisión de volar el cuartel significaba que habría una terrible explosión, y que él, y su familia estaban escondidos en una casa de concreto viejo, a no más de tres cuadras de distancia de donde estaba ubicado el edificio a bombardear. La muerte sonrió, era posible cobrar almas inocentes de una manera fácil. Raptarle una que otra alma a Dios es satisfactorio hasta para la misma parca; que solo tendría que sentarse a ver como los cilindros explotaban mientras todo alrededor se incineraba o salía volando por la onda expansiva. Jota no lo digo, no lo pensó, no lo contempló, pero en el fondo, en alguna parte de una idea pesimista, era consciente que Dios esa noche, había abandonado Playa.
Jota entró a la habitación donde estaban sus vecinos y su familia. Les dio la noticia de la manera más calmada que su mente divagante y asustada le permitió. No hubo una respuesta, nadie murmuró, nadie opinó. Nadie sabía cuál era la respuesta correcta, ni siquiera sabían si existía realmente una posibilidad de acertar una respuesta. Si se quedaban corrían el riesgo de que la explosión tumbara parte de la casa y los matara o los dejara mal heridos, o, si tomaban la decisión de irse, correrían el riesgo de que una bala les interrumpiera el paso. Fuese cual fuese la decisión, algo debían arriesgar. Decidieron exponerse, correr media cuadra más arriba para llegar a la casa de Don Pablo, donde estaban otras personas refugiadas, entre esas Eneida. Sí, como la Eneida de Virgilio, ya lo había dicho. Tomaron las pocas pertenencias que pudieron, uno que otro vívere, sacos y cobijas para pasar la madrugada, se armaron de fe, se encomendaron al altísimo, y abrieron la puerta, pero el avión fantasma había regresado con sus jinetes, invocando de nuevo el tártaro, dejando caer sus toneladas de balas sobre un pueblo ya herido, sangrante y asustado.
Jota, su familia y los vecinos se refugiaron de nuevo en la habitación, escuchando claramente sobre sus cabezas las balas de las metrallas del avión impactando sobre la plancha de concreto de la casa, mientras afuera los ruidos de los fusiles se incrementaron, la guerrilla y la policía estaban decididos a acabarse a todo costo, lo que hizo que el conflicto se elevara a tal punto que la guerrilla tomó la decisión de no esperar más y volar el puesto de policía, a ver si de esa manera podían bajar la moral de sus enemigos y tomarse el pueblo como reclamo de la lucha revolucionaria que impartía el frente 21 de las FARC.
En la casa el ambiente no era el mejor, todos estaban en un colapso nervioso porque la opción de salir a refugiarse en otro lado ya no era viable. Solo quedaba quedarse allí y esperar que todo estuviera bien. El ruido de las armas estaba elevado al mil por ciento, ya casi no se podía hablar porque el sonido era estridente. Jota recordó que en su preparación como soldado, cuando prestó servicio en Tolemaida, le enseñaron que, para aislar el sonido de las balas, se debía mojar papel periódico, hacerlo bolita y ponerlo en los oídos. Se paró de la silla y empezó a buscar en todo lado papel periódico, en algún lugar de esa casa debía haber, aunque sea una esquela. En un cajón olvidado, bajo millares de cachivaches encontró una pequeña hoja de una noticia de un periódico viejo, la mojó en el lavaplatos de la cocina y corrió de nuevo a la habitación, tomo a su sobrino Juan, lo sentó en la cama y le puso papel mojado en sus oídos, para que uno, ya no escuchara más las balas, y dos, cuando el puesto fuese bombardeado, el ruido de la explosión no dañara sus oídos. Jota se puso también papel en los oídos, y le dio a sus familiares y vecinos bolitas para que se protegieran.
Corría más de la media noche, los guerrilleros distraían a los policías disparándoles desde la montaña, mientras otro grupo estaba cargando los cilindros dentro y fuera de la construcción del puesto de policía. Acercándose la una de la mañana detonaron las cargas. Lo que alguna vez fue un coloso edificio de tres pisos, con paredes de concreto reforzadas, un sótano, habitaciones, salas de estudio y una armería, se redujo a un esqueleto fracturado y calcinado, cuyos restos se esparcieron a lo largo y ancho del pueblo, cubriendo de sangre blanca todo a su alrededor. La explosión hizo retumbar el suelo como un temblor de escala media. Su potencia no sólo bastó para dañar la estructura vital del puesto de policía, sino que voló en pedazos las casas que tenía a sus dos costados. Nadie lloró, nadie gritó. Cuando la muerte están tan cerca que se puede escuchar la hoz cegando almas, el silencio es la única defensa.
Apartado 4
Tío, cuéntame un cuento.
Playa Rica Tolima, 17 de junio del 2001, 7:00 AM
La noche anterior había terminado. Medio pueblo estaba literalmente en el piso, no solo por la moral que estaba totalmente destruida, sino por las casas y estructuras que yacían moribundas en el suelo. La explosión de los cilindros había dejado una gran cicatriz a la que tomaría años curar las secuelas. Cuerpos de guerrilleros que habían perdido la batalla estaban tirados como parte de la escenografía. Los policías estaban refugiados en la garita. Todos intactos, sin ninguna baja, eso sí, cansados, casi sordos, con miedo, sucios, y al borde de un infarto. Ya no sonaban metralletas, ni fusiles, ni pistolas. No había rastro de música de guerra, como si alguien le hubiera quitado el sonido al ambiente. Sólo se escuchaba el canto de los pájaros y el agua del rio Cucuana que corría libremente al fondo del pueblo.
Jota, Vicente, Flor y Juan habían sobrevivido. La casa donde estaban resistió sin problema el abrazo de la explosión. Todos en la casa estaban bien. Jota y Juan estaban durmiendo en un colchón que tiraron en una cochera que formaba una casita de concreto ubicada en el patio al fondo de la casa, donde en épocas de abundancia, criaban a los marranos. Flor y Vicente durmieron en la habitación, pero ya estaban despiertos y tomando un tinto mañanero. Alguien golpeó la puerta de la casa, y parece que tenía afán, porque su golpeteó era repetido y fuerte. Flor abrió la puerta, era un alto mando de la guerrilla que traía dos hombres cargando un herido, y exigía que lo dejaran entrar para atender a su camarada caído en combate. Flor sin más remedio los dejó entrar y les ofreció, junto a los vecinos, hospitalidad para su problema y un tinto caliente. Un miedo creciente estaba en la cabeza de Flor, la guerrilla solía llevarse muchachos jóvenes para sus filas, por lo que disimuladamente fue hasta el patio trasero, entró a la cochera y despertó a su hijo Jota y su nieto Juan, los llevó con afán hacía la habitación y los escondió tras una puerta grande de madera, tapándolos con una gruesa cobija. Luego salió como si nada, hacía el lugar donde estaban los guerrilleros, que hablaban con tranquilidad con los demás huéspedes de la casa, mientras atendían la necesidad de salud de su colega.
La cobija cumplió con satisfacción su labor de mantener caliente a quien la porte, por lo que era de esperarse que la temperatura bajo ella aumentara, lo que llevaba a Juan a intentar salir de allí para huir del calor. Jota para intentar calmarlo y evitar que se saliera, lo sentó en sus piernas y empezó a narrarle todo lo que había pasado, y que estaba pasando, en una forma que Juan, a sus escasos cinco años, comprendiera. “¿Recuerdas los cuentos que mi papá y mi mamá te dicen antes de dormir?”, le dijo Jota, Juan sólo le respondió con un seco sí. “Bueno, pues estamos en uno de esos cuentos sin cuento que te gusta escuchar, afuera está el lobo, y nosotros somos como las ovejas que el lobo quiere, y esta cobija que nos está tapando es mágica, nos hace invisibles para que el lobo no pueda encontrarnos, pero si tú te sales, la magia ya no funcionará y el lobo te va a encontrar y te va a llevar, ¿Quieres que el lobo te encuentre?”, “No, no quiero”, le replicó Juan con una voz tímida, “Entonces debes quedarte muy quieto, mientras el lobo se va, para que luego podamos salir y juguemos un rato”, Juan se quedó quieto bajo el amparo de su tío, quien le siguió narrando historias para explicarle lo que vería cuando saliera de la casa. Jota prefirió guardar la inocencia de un niño, camuflándole la tragedia de la guerra, en un cuento lleno de hadas y gigantes. Los héroes a veces no están tan alejados de la realidad, a veces sencillamente están en medio de seis policías que sobrevivieron al ataque masivo de la guerrilla, o en un amigo que corre hasta la casa para avisar que todo se irá al carajo pero que aún hay tiempo de refugiarse, o en un vecino que da posada en medio de una lluvia de balas, o en una madre que despierta sus hijos para que la guerrilla no se los lleve, o en un tío que en medio del miedo sacrifica su cordura para entregarle a su sobrino un cuento que lo calme y evitar que los maten. Los guerrilleros se marcharon de la casa cerca de una hora y media después.
Eneida logró salir de la casa de don Pablo, donde pasó la noche, llegó donde estaban sus familiares, de los cuales se había separado desde el inicio de la toma guerrillera. Le dijo a Flor que en una casa cercana estaban esperándolos para desayunar y poder pasar las horas, o días, que faltaran del conflicto. Flor le dijo que se adelantara, que se llevara a Juan mientras ella, Jota y Vicente iban a la casa a sacar algo de ropa y algunas pertenencias.
Cerca de las 9 de la mañana Eneida sale de la casa con Juan tomado de su mano, quien se asombra al recorrer las calles del pueblo con escombros en el piso, pero no tiene miedo, su tío ya le había explicado que un par de gigantes estaban peleando, y que en medio de su disputa habían pisado algunas casas y habían dañado el pueblo, pero ya no había nada que temer, los gigantes ya no estaban. Sin embargo, Jota no preparó a Juan para lo que estaba por pasar. A unas dos cuadras de llegar a la casa a donde se dirigían, el avión fantasma hizo su última aparición, pero esta vez estaba decidido a terminar todo de una buena vez, por lo que descargó sin nada de piedad sus ametralladoras sobre el pueblo, sin darse cuenta, que afuera, en la calle, había un niño con su tía. Eneida tomó a Juan y se recostó en la pared de una casa cercana, que tenía una saliente de concreto que como una mano enviada por Dios los protegió a ambos de las balas del avión. Eneida comenzó a golpear fuertemente una puerta de metal mientras gritaba con todas sus fuerzas “¡Abran nos van a matar, por Dios, nos van a matar!”, y en un abrir y cerrar de ojos una persona abrió la puerta de la casa, dejando refugiar a los dos seres que estaban solos y tirados a su suerte bajo al abrigo de plomo de un justiciero alado de hierro. La puerta dejó ver unas escaleras rojas con muchísimos escalones que daban a un segundo piso, donde había mucha gente tirada en el piso, boca abajo, acogidos bajo el amparo de mesas y sillas que les servían como escudo en caso de que una bala entrara. En un rincón había una familia rodeando una mujer de no más de unos 20 años, que tenía un su cien un impacto de bala del avión fantasma, del cual no dejaba de salir sangre, su familia la limpiaba con un paño de agua que sacaban de una vasija oxidada que tenían al lado, y frente a todo pronóstico, la joven, seguía con vida. El enfrentamiento se reanudó, los guerrilleros desde sus trincheras en la montaña devolvieron el ataque al avión y a los policías que, en un arranque de venganza, tomaron sus armas para acabar con el conflicto que ya se había extendido por mucho.
Las balas cesaron hacia las tres de la tarde. Los policías fueron capturados y luego, inexplicablemente, fueron expulsados del pueblo, dejando a la guerrilla con el control total del territorio. Por más de 15 años Playa no volvió a ver ni a la policía ni al ejército, las FARC crearon sus propias reglas, su propia forma de convivir, su propia administración y sus leyes de justicia, cuyos castigos generalmente estaban contemplados en un tiro en la cabeza en las laderas del rio Cucuana.
Apartado 5
No te mueras abuelo. Hoy quiero compartir nuestra historia
Ibagué, 03 de octubre del 2019
¿Recuerdas como terminó la historia abuelo?, ahora que hago un recuento de lo que vivimos aquella noche, puedo sentirme más seguro sobre qué escribir. Sé que narré el cuento como si se tratase de otras personas, pero ambos sabemos que somos tú y yo. Hoy abuelo, tú ya no eres el rector del colegio, eres un pensionado del magisterio que sobrevivió a la muerte, recuerdo que con mi abuela Flor, mi tío Jota y mi tía Eneida, nos fuimos de Playa dos días después que terminó la toma guerrillera, el bus de Velotax pudo regresar al pueblo y dejamos todo lo que teníamos atrás: El trabajo, la gente, la finca, nuestro hogar de madera en un segundo piso, y nos marchamos rumbo a una nueva vida en la capital tolimense, mientras tú, abuelo, te quedaste por dos años más en el pueblo, intentando educar a tus estudiantes, luchando por defender tus profesores, y evitando que el colegio en el que trabajaste por muchos años, se derrumbara. También sé, abuelo, que una noche mientras ibas en tu bicicleta un guerrillero te tomo y te llevó a las malas a la horilla del río, donde te arrodillaron, te pusieron la boca del fúsil en la cabeza, mientras uno de los líderes de las FARC te decía que esa noche, solo debías escoger entre dos opciones: Quedarte, para seguir luchando por tu colegio y morir defendiendo tu causa, o, apenas saliese el sol, debías abandonar todo y no regresar jamás. Hoy me alegra que tomarás la segunda decisión, porque de lo contrario, yo hubiera crecido sin un padre, y no sé, exactamente, dónde estaría ahora.
La vida ha cambiado mucho luego de casi dos décadas en que cesó la horrible noche. Abuelo, hoy jota es un gran odontólogo, Eneida tiene su familia en la ciudad de Bogotá, y tú, convives con mi abuela flor y conmigo en Ibagué. No puedo decirte que el miedo se fue, aún despierto en la noche escuchando los aviones y las balas, aún me traslado entre sueños lúcidos a aquella noche en que perdí parte de la inocencia que un niño tiene a los 5 años. Me pregunto abuelo, qué fue de Playa. Jamás regresamos. He leído que el pueblo dejó atrás su época de violencia cuando el ex presidente Juan Manuel Santos firmó el tratado de paz con las FARC, dicen que ya no hay peligro en regresar. Pero abuelo, ambos sabemos que ya no pertenecemos a ese lugar, que las heridas que dejó el paso de la guerra en ti y en mí son muy grandes. No me siento listo para enfrentar el pasado cara a cara. Sin embargo, no atrevo a decir que no hay perdón. Abuelo tú me dijiste que odiar es algo sencillo, por eso la mayoría de los seres humanos lo hace, pero perdonar requiere más compromiso y mucha más devoción en la justicia. Hoy, al igual que tú, no tengo odio por aquellos que casi nos asesinan esa noche, ni tampoco me incomoda que hoy estén entre nosotros como reinsertados, Colombia ha sufrido por más de 50 años la violencia y el odio, y nunca pareció ser la solución.
Quizá si perdonamos, la recompensa sea evitar que otras personas pasen lo que nosotros pasamos, y creo que tanto para ti abuelo, como para mí, esa respuesta nos tranquiliza. No sé cuanto tiempo pasará para que veas este país libre de violencia, pero de algo estoy seguro, y es que no quiero que te mueras abuelo, sin antes ver algo de paz en Colombia.