Se detuvo un momento y aspirando al fin la sombra circundante que lo habitaba, contempló ese paraje que ahora lo acogía, el vaivén de las palmeras y la dulzura amarga de ese nuevo entorno dictaron una danza imposible para un alma como la suya; el mensaje y la misión quedaron claros en la penumbra: Esa luz que al desaparecer lo llevó a esa isla que no figuraba en ningún mapa se convirtió en fuego en su corazón, habría entonces que dejar registro de esa grandeza mal adquirida.
Mirando más allá de sí mismo, como queriendo ignorar esa naturaleza suya y a la vez ajena apareció la playa ante sus ojos desesperanzados y viendo atrás sin hacerlo se reencontró con la soledad que lo llevó a esa búsqueda sin encuentro. Se adentró en el bosque sabiéndose poseedor de algo más grande que él mismo o que cualquier otro que pretendiera coronar ese tortuoso y oscuro camino que a tientas seguía recorriendo, a tientas sí, pero bajo la luz de una luna engañosa como otras tantas, ahora suponía pistas ignoradas hasta entonces.
Parpadeó cuatro veces recordando el equilibrio alcanzado alguna vez y una lágrima abonó ese terreno desconocido pero ávido de alimento por la aparición de su inimaginada presencia: Nadie nunca proyecta las derrotas del alma pero él las sintió allí donde finalmente nunca estuvo… Solo los ancestros poseen la capacidad de proyectar aunque sea errónea su visión, él no recordaba ninguno de los suyos, era un hijo sin madre, sin abuelos, sin sangre de su sangre. Terciando un último rezago de su alma en su espalda decidió adentrarse en ese paraíso desconocido y silenciosamente balbuciente.
Con pasos errantes se fue abriendo camino por aquella selva poblada de soledad ignorando los mil ojos que lo observaban en silencio, escrutando la penumbra con que brillaba en ese momento el extranjero inesperado. Cortó ramas, reunió piedras, en el cuenco de sus manos transportó el agua que alimentó el barro primigenio de una choza vigilada en silencio y mirando el fuego de ese absurdo hogar que edificó entre tantas sombras y tan lejos de casa sintió el murmullo de las miradas que lo asechaban en silencio.
Buscando la sabiduría de las plantas encontró la embriaguez, en el sopor de tres noches le sucedieron dos accidentes, uno involucró sangre y el otro un pequeño cuenco de arcilla mal cocido pero necesario. Volviendo a la lucidez de la isla y sus espectrales habitantes limpió la sangre de su piel, se detuvo a ver los restos del cuenco roto y esa visión lo terminó de despertar, el momento de su legado al fin había llegado en esa lejanía absurda y silenciosa entre inusuales aves, monos y palmeras. Durante un instante cercano a la eternidad la brisa fresca despejó todo, no fue isla la isla en ese momento, tan solo un diminuto desierto en crecimiento pidiendo a gritos un punto de referencia, ya después de edificado lo imposible e inexistente habría tiempo de sentarse a pensar en algunos oasis.
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