Levantó una mano como pidiendo perdón o la palabra sabiéndose extraño en esa isla olvidada de Dios a la que llegó sin ser convocado. Los mil ojos parpadearon asintiendo sin acercarse, la brisa cambió de ritmo y el fuego del hogar fue madre con niño en amorosos brazos, niño ajeno, niño eterno, niño imposible. Sabiéndose ahora semilla lo abrigó la confianza y buscó entre las sombras los ojos devoradores, ese parpadeo imperceptible pero acariciante no tenía como ser mal presagio.
El silencio de las siguientes cuatro noches y la ausencia latente de esas presencias que intentaron desnudarlo desde su llegada alimentaron la raíz del engañoso orgullo y así, tras un ayuno de siete días abrió los ojos de su espíritu con el ímpetu necesario, ese ayuno fue de boca, pies, ojos y manos, el revoloteo de los parpados expectantes fue la danza inmóvil que sacudió el temor de su alma con renovadas fuerzas en el cuerpo y verdades en el corazón. Tras el primer paso abandonando la palmera, gigante pero ya sometida, el primer ojo parpadeó, luego el segundo, el séptimo, el trigésimo y después todos los demás, como en una pantomima que marcaba el ritmo de todos los destinos del universo.
Al día siguiente esos ojos parpadeantes y exaltados por la luz del extranjero se volvieron manos que transportaron la primera piedra monolítica del círculo ritual que marcaría siglos después el destino de una gloriosa aunque deplorada estirpe, ni los conquistadores ni los más avanzados científicos lograrían jamás traducir los escritos aclaratorios de esas piedras que decretarían inmundas después.
Ya no hay isla ni extranjero ni ojos, los monolitos se los tragó el tiempo inquisidor y suicida, solo queda este mundo tal como está, sin las necesarias respuestas que borraron los gritos de dolor de los artífices al ser suprimidos de la historia que conocemos por padecerla.
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